¿Quién no ha sentido el irrefrenable
deseo, el impulso arrollador de tener que asesinar a su abuela? A Rodrigo hacía
mucho tiempo que esa idea ya no se le pasaba por la cabeza, de hecho, era algo
que había enterrado, muy profundo y muy lejos, allá por las afueras de su
memoria. Pero ayer, en casa de sus padres, alguien sintió la necesidad de echar
un vistazo, de nuevo, a todas esas fotografías antiguas que dormitaban en el
fondo de un cajón.
Fotografías en blanco y negro.
Fotografías con los bordes rotos e imágenes agrietadas, como si envejeciesen al
mismo tiempo que lo hacen los retratados. Empalagosas fotos en sepia con sus
aburridas tonalidades. Viejas polaroid con sus marcos y su plástico brillante.
Bochornosas fotos en color de rollizos y sonrientes bebés desnudos sobre mantas
de pelo blanco.
Una tras otra Rodrigo asistió
aturdido al desfile de familiares muertos, de abuelas jóvenes, de madres
solteras, de padres con sueños. Y no pudo dejar de fijarse en una de esas
fotografías: sobre el suelo de una terraza, una caja de cartón agujereada y,
dentro y alrededor de ella, unos simpáticos pollitos correteaban buscando algún
resto de comida que picotear. Rodrigo quiso saber más sobre esa foto, y claro,
su madre le contó la historia.
¿Quién
iba a pensar hijo, que esos pollos iban a traernos tantos quebraderos de
cabeza? Una mañana en un mercadillo los viste y se te antojaron. Yo creí que no
tardarían en morirse. Los compré. Pero fue pasando el tiempo y los pollos no se
morían, al contrario, parecían estar muy a gusto en nuestra terraza. Imagínate,
si hasta les dejaba al lado una bolsa de agua caliente por las noches para que
no tuvieran frío. Los pollos siguieron creciendo, claro, hasta convertirse en
unos ruidosos e inquietos gallos. Gallos que, todas las mañanas, despertaban a
los vecinos. Vecinos que, todas las mañanas, nos gritaban a tu padre y a mí,
exigiéndonos que, de una vez por todas, acabásemos con los animales. Así es que
un día, mientras tú estabas en el colegio vino tu abuela. Hizo una visita, cuchillo
en cintura y palangana en mano, a la terraza; poco después cocinó un riquísimo
arroz con pollo.
Más
tarde llegaste tú de la escuela y sonreíste al ver a tus abuelos, al oler ese
delicioso guiso de arroz. Poco después, descubriste que los pollos ya no
estaban. No tuvimos más remedio que contarte lo ocurrido. Jamás te habíamos
visto así. Llorando fuiste a la cocina para volver con un cuchillo gritando a
tu abuela: te mato, te mato igual que tú has matado a mis pollos.
Todos reían escuchando aquella historia. Rodrigo cerró
los ojos y empezó a ver imágenes confusas, como fotogramas de una película sin
terminar: un delantal con machas de sangre, su abuelo corriendo por el pasillo,
un cuchillo en una pequeña mano temblorosa, su padre sujetándolo del otro
brazo, los gritos de su madre, su hermana que no podía parar de reír y su
abuela escondida detrás de un sillón. Y ese recuerdo le trajo otros. La tarde
en la que su abuela y él decidieron cortarle las uñas al periquito. La mañana en
la que estuvieron golpeando repetidas veces, en esa misma terraza, a un conejo
detrás de la cabeza y como, poco después, descubrieron al conejo levantándose
de su lecho de muerte y caminando, como un funámbulo borracho, por la
barandilla de la terraza, como diciéndoles: prefiero tirarme al vacío antes de
que sigáis dándome golpes en el pescuezo.
Rodrigo descubrió al fin el porqué
de su extraña relación con los animales. Y pensó que tal vez fuese el momento
de solucionarlo. Y tal vez sea por esto que esta mañana al despertar, Rodrigo
sintió el irrefrenable deseo, el impulso arrollador de hacer una visita a su
abuela.
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