Desperté con una erección tremenda. Mi mujer seguía en casa, preparándose
para ir al trabajo. Me levanté, caminé de puntillas, la observé en silencio y,
justo antes de que saliera por la puerta, me abalancé sobre ella. Allí en el
suelo y ante esos ojos que me miraban sin reconocerme, me la follé. Y al
correrme se esparció una idea, un deseo. Le dije que no se moviese, que se
quedara ahí tirada. Busqué una tiza y dibujé su contorno sobre la tarima. Solo
te falta acordonar la zona, me dijo mientras se recolocaba la ropa. Yo me reí y
ella, al ver su silueta, se rió. Los dos volvíamos a reír. Así que empezamos a
hacerlo por el suelo de toda la casa. Al terminar quedaba el dibujo de una
silueta, siempre la suya. Pero comprendí que algo no iba bien, que los perfiles
que yo deseaba trazar eran de muertos. Y a un muerto no se le puede matar dos
veces. Me he deshecho de ella. Ahora por casa desfilan mujeres de todo tipo; hombres
también. Pero nadie repite. Y de sus cuerpos, un contorno de tiza es lo único
que me quedo.
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