Poco antes había
intentado ligarme a una puta. 90 kilos de puta que magreé hasta que se dio
cuenta de que no iba a pagarle. De un empujón me lanzó contra un árbol.
Riéndome me dejé escurrir hasta el suelo. Allí, apoyado en el tronco, aún tuve
tiempo para sacar de mi abrigo la botella de ginebra y dar un último trago,
antes de que ella se acercara a mí y la noche se volviese negra.
Pero esto no podía
decírselo ni a mi mujer ni a mis hijas que me miraban desde la puerta del baño,
con el pelo recién cepillado y sus camisones de princesas de cuento, mientras
yo, apoyado en el lavabo y frente al espejo, intentaba limpiar la sangre seca
de mi cara.
Mi mujer acostó a
las niñas y volvió al baño. Tiempo suficiente para inventarme algo. Le conté
que después de trabajar salí con Luis, mi socio, tomamos unas copas y
discutimos por un negocio que nos estaba complicando la vida. Nos peleamos.
Salió del baño sin decir una palabra y regresó al rato con una bolsa de
calamares congelados.
—Ponte
esto en la cara, te bajará la inflamación. Yo me voy a dormir –me dijo antes de
desaparecer de nuevo.
La
puta había hecho un buen trabajo conmigo, los ojos amoratados, el labio partido
y un diente que me bailaba dentro de la boca. Salí al patio a fumar un cigarro
y a llamar a Luis. Le expliqué lo ocurrido, le pedí por favor, que telefoneara
a casa por la mañana para disculparse y así hacer la historia más creíble. Yo
por mi parte intentaría arreglar lo que jodí.
Al
día siguiente me acerqué a una floristería. Compré un ramo de flores y conduje
hasta la calle donde encontré a la puta. Salía de una pensión con un vejete que
parecía el hombre más feliz del mundo. Cuando se quedó sola fui hacia ella con
el ramo de flores en la mano. Al principio, no quiso saber nada de mí. Pero
algo debió conmover su corazoncito, supongo que fue ver cómo me había dejado la
cara. Aceptó el ramo. Me dijo:
—Me
llamo… —pero su nombre jamás salió de su boca.
—Yo
soy Iván, ¿puedo invitarte a un café?
Hablamos
un rato, después me dejó acercarla a su casa. Ella me iba indicando el camino,
yo conducía sin prestar demasiada atención. Cuando quise darme cuenta entrábamos
en un descampado.
—No
te asustes, vivo aquí cerca. No quiero que nadie me vea llegar contigo —me
explicó al ver el miedo apoderarse de mi mirada.
Paré
el motor. Clavó en mí unos ojos tan negros como la noche. Acarició con su mano
inmensa mis heridas. Apoyé ligeramente mi cabeza sobre su palma. Cerré los ojos
y sonreí. Pensé en lo absurda que era la condición humana, como la misma mano
que nos hiere nos puede curar. ¿Era esto la empatía de la tanto hablaban?
Posiblemente a esta puta la habían zurrado a base de bien. En aquel instante
era, sin duda, la persona que mejor me entendía. Dejé de sentir el tacto de su
piel, bajó su mano por mi pecho y empezó a desabrocharme los pantalones. Apenas
había abierto los ojos y ella ya se había agachado y tenía mi polla en sus
labios. No hice nada, me quedé allí, disfruté del momento. Qué más podía hacer.
Yo era hombre. Simplemente eso.