viernes, 31 de diciembre de 2010

ENCANTO Y DESENCANTO

Vas a sentir que te agarran de la solapa, que tus pies dejan de estar en contacto con el suelo, y podrás patalear pero te dará igual, te va a sacudir y te va a llevar en volandas a través de una apasionante historia de amor, engaños y caos, y al final vas a sentir una última sacudida y te quedarás tirado en el sofá sin saber muy bien que te ha pasado.

Yo te lo explico, acabas de leerte la primera novela de Andrés Portillo, “Encanto y desencanto de un hombre sin gracia”.

Y la lástima es que sólo se pueda comprar en esta web: http://www.isladelnaufrago.es/

Y lo peor de todo es que aún no te la hayas leído.

jueves, 23 de diciembre de 2010

VILLANCICO INOCENTE

SERGIO ÁLVAREZ GUILLÉN

Niño inocente,
conducirás tus pasos
sobre espesos charcos de civilizada mugre,
y vas a pisotearte el alma encendida de estrés,
y vas a patear lejos el hermoso cráneo de tu hermano,

ninguna virgen te merecerá en su regazo
pues es blanca la piel de sus brazos por las corridas de los hombres que a dios pagan como a una mala puta.

Niño inocente,
vas a dar cuerda al tiempo
hasta estrangularte de instantes,
querrás con cerveza y vino saciar el trauma de tu
nacimiento,
en el estómago vas a coleccionar los deshechos preciosos de tus recuerdos,
y vas a llorar el día maldito que los cagues;

desde la cuna tiras al suelo el sonajero
pero con la pistola vas a matar a la panadera que quiso ponerte el pan bajo el brazo
y bajo las uñas vas a pincharte caballo de vanidad y orgullo.

Niño inocente,
van a detestarte esos cabrones hasta hacerte creer que la solución es reventarte los sesos contra el asfalto desde un séptimo piso,
y la hiel va a liar la lengua de tu amigo cuando busques consejo,

vas a destruir un mundo sin importarte una mierda si merece siquiera una oportunidad,
vas a huir al bosque luego
y entre los árboles el cañón de un tanque está esperándote.

Pero eres inocente
porque en un altar y sobre
leña de holocausto,
hace ya tiempo
que te tajó el cuello a cuchillo
y luego te incineró
tu padre enloquecido.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Cuentos de Navidad

Nos guste o no, la navidad se acerca. ¿Por qué no escribir un cuento de navidad?, eso sí, un cuento de navidad algo diferente. Dale duro al teclado y mándame algo.

El Último Villancico

GUSTAVO ROJAS

Las canciones de navidad cesaron de repente. El bullicio también. Ya no quedaba nadie en los puestos navideños y, sin embargo, el olor a vino dulce seguía confundiéndose con el humo de los guisos que viajaban en la nieve. Los gritos ya no rompían el silencio. Las farolas enseñaban a bailar remolinos de frío con su luz mortecina, relegando al olvido el arco iris navideño de cada puesto de regalos. El viento cubría la nieve y la nieve decoraba de blanco la negrura de la muerte. La sangre, casi negra, fundía lentamente el algodón helado, enseñando al atardecer el adoquinado gris. El cañón de una pistola se adivinaba bajo la manga de una gabardina color canela y que apenas dejaba entrever un resplandor frío e intermitente que bailaba cansado al son de una farola vieja y mal calibrada. La delgada hebra de humo blanco desapareció junto al cinturón de un hombre delgado de aspecto lánguido y que el frío hacía parecer enfermizo. Su semblante hirsuto, disimulado por la penumbra de su sombrero, apenas reflejaba compasión ni piedad, dolor o quizás tristeza, sólo indiferencia.

El incipiente olor a sangre se mezclaba con el aroma empalagoso de los hornos de postre. Las alcantarillas parecían respirar la recién nacida soledad del lugar, devolviendo en humo blanco formas macabras que apenas ocultaban la luz. Los reflejos intermitentes de colores vivaces llamaban a la noche desde los balcones viejos y engalanados. Unas canciones lejanas se confundían con la pesadez enmudecida y las remotas voces joviales de niños felices cubrían finamente el atardecer como vetustas tonadillas populares entrelazadas en el viento. El ruido de unos cascabeles rompió con disimulo el funesto sosiego. Una mano rozó el suelo y un gemido ahogado robó un suspiro frío a la suave brisa. La plaza parecía estar sin vida, ni siquiera el maullido confundido de un gato en la lejanía de una oscura calle. La luna seguía oculta, enfadada con el invierno, apenas enseñando contados destellos que traspasaban el vapor de una respiración entrecortada. Abrió la boca para hablar y un poco de su vida se derramó en sangre por su barba blanca. El gorro rojo permanecía casi escondido en la nieve unos metros más allá. Una tos ahogó el aliento irregular y el cuerpo fofo, que había permanecido hasta ahora inerte, se convulsionó violentamente. Unas manos rechonchas, con nudillos casi invisibles, se cruzaron lentamente en una barriga roja y prominente. El pelo blanco que ribeteaba la chaqueta se adivinaba poco a poco oscuro y húmedo, bañado por un líquido negruzco que manaba incesántemente de un gran agujero todavía humeante. Su voz sonó vacilante y moribunda, casi un estertor de resignación, sonó como el adorno de un belén roto en mil pedazos.

-¿Quién eres?

La figura parduzca acabó de abrocharse el abrigo, se subió el cuello, escondiendo su cara del frío, y se caló el sombrero con una parsimonia calculada. Golpeó sordamente un zapato contra otro, sacudiendo la nieve que ocultaba el betún y lentamente comenzó a andar. Una voz sibilina se coló entre un odio contenido, apenas audible.

-Soy la navidad.

Devolver al Remitente

            JUAN PEDRO RODRÍGUEZ MURILLO

            –Me llamo Sergio, cabrón hijo de puta. Sergio Palacios y vivo aquí, en esta casa, en la calle Camilo José Cela, 7. ¿Dónde está mi wii?, ¿dónde está mi wii?

            Sergio se siente grande, poderoso, fuerte. Es una sensación nueva, él nunca antes había dicho palabrotas. Había oído a los mayores decirlas; ahora entendía porqué. Se siente bien, jodidamente bien.

            –¿Dónde está mi wii, cabronazo? Dame el teléfono de los otros dos hijos de puta. No sales de aquí hasta que me traigan mi wii. Lo ponía bien clarito en la carta.

            Un Melchor, con las manos y los pies atados, incapaz de pronunciar una palabra, lloriquea, tirado en el suelo frente al niño. Le duele tremendamente la cabeza y nota el calor de su sangre bajo la nuca.

            Sergio, al ver que Melchor no cumple su deseo, agarra, otra vez, el bate de béisbol que le acaban de traer a su hermano mayor. Lo levanta por encima de su cabeza y, girando el cuerpo, golpea, lo más fuerte que puede, la cara del rey mago. La barba y la peluca salen disparadas al otro extremo del salón. El bate cae de las manos de Sergio que ahora, muy asustado, no sabe qué hacer, viendo como su padre escupe los dientes en la alfombra.

CLIC, CLIC, CLIC

            JUAN PEDRO RODRÍGUEZ MURILLO
Se resistió a morder la manzana pero, una vez que lo hizo, no pudo ya dejar de hacerlo. Escribía cuando se levantaba, seguía escribiendo con un plato de comida en las rodillas, con una cerveza caliente sobre la impresora, con un café frío cerca del monitor. Escribía a medias: a media mañana, a media tarde, a medianoche. Dormía poco. No, no dormía. Velaba, tumbado, retorciéndose entre las sábanas. Ideas, metáforas, diálogos, planteamientos, nudos, desenlaces, conflictos, imágenes. Había que estar encima de ellos, al mínimo descuido se escondían debajo de los folios, dentro de los cajones. Se escapaban por los agujeros de la persiana, por debajo de la puerta. Una lucha sin tregua con un único enemigo. Mientras, los amigos llamaban al móvil. Un móvil que un día se apagó y no volvió a encenderse. Pero insistían, llamaban a casa. El teléfono, el timbre, golpes en la puerta, ruidos que ya no se oían.

Clic, clic, clic, clic, clic,
Clic, clic,
Clic, clic, clic, clic,
Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

Yemas sin piel que hacían música, blancas sobre negras, negras sobre blancas. Rojo diluido en sudor sobre blanco, sobre negro. Necesitaba más dedos, diez no bastaban para seguir el ritmo de su cerebro. Y entró la titánica percusión y reventó la pantalla con el teclado, y el humo salía, salía, y con el olor a quemado, a rancio, a víscera, a excremento, continuó desangrando bolígrafos, sangre roja, sangre azul, sangre negra, incluso verde; sobre papeles, facturas, quinielas, sobre el suelo, por el techo y los tabiques. Hasta que por fin, un día, concluyó la historia.

            La historia de su vida.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Bio-traición

JUAN PEDRO RODRÍGUEZ MURILLO

Juan Pedro Rodríguez, ¿misántropo?, seguro; ¿seguro?, seguro. ¿“Sociópata”?, a veces; y... ¿escritor?, sí, siempre, bueno a ratos, no sé. Juntasílabas tal vez, coseletras, apilafrases, borroneador de folios maltrechos.

Sus obras más célebres fueron devoradas, por el detergente de lo correcto, de las chapas verdes de formica de los pupitres de escuelas rancias, de las puertas de las letrinas con olor a meado. Desterradas en fondos de armarios, cubiertas de pelusas blancuzcas, en cartulinas de colores dentro de carpetas siempre vacías. Quemadas en la hoguera del obligado olvido, sobres, sellos y pliegos de papel sin rayas garabateados de apariencias.

Nunca aprenderá a moverse por este mundo como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil (¡qué grande eres Cortázar!). Y nunca llegará a tiempo para darte un beso de buenas noches. Un beso que hace siglos dejó de prometer.