jueves, 16 de diciembre de 2010

El Último Villancico

GUSTAVO ROJAS

Las canciones de navidad cesaron de repente. El bullicio también. Ya no quedaba nadie en los puestos navideños y, sin embargo, el olor a vino dulce seguía confundiéndose con el humo de los guisos que viajaban en la nieve. Los gritos ya no rompían el silencio. Las farolas enseñaban a bailar remolinos de frío con su luz mortecina, relegando al olvido el arco iris navideño de cada puesto de regalos. El viento cubría la nieve y la nieve decoraba de blanco la negrura de la muerte. La sangre, casi negra, fundía lentamente el algodón helado, enseñando al atardecer el adoquinado gris. El cañón de una pistola se adivinaba bajo la manga de una gabardina color canela y que apenas dejaba entrever un resplandor frío e intermitente que bailaba cansado al son de una farola vieja y mal calibrada. La delgada hebra de humo blanco desapareció junto al cinturón de un hombre delgado de aspecto lánguido y que el frío hacía parecer enfermizo. Su semblante hirsuto, disimulado por la penumbra de su sombrero, apenas reflejaba compasión ni piedad, dolor o quizás tristeza, sólo indiferencia.

El incipiente olor a sangre se mezclaba con el aroma empalagoso de los hornos de postre. Las alcantarillas parecían respirar la recién nacida soledad del lugar, devolviendo en humo blanco formas macabras que apenas ocultaban la luz. Los reflejos intermitentes de colores vivaces llamaban a la noche desde los balcones viejos y engalanados. Unas canciones lejanas se confundían con la pesadez enmudecida y las remotas voces joviales de niños felices cubrían finamente el atardecer como vetustas tonadillas populares entrelazadas en el viento. El ruido de unos cascabeles rompió con disimulo el funesto sosiego. Una mano rozó el suelo y un gemido ahogado robó un suspiro frío a la suave brisa. La plaza parecía estar sin vida, ni siquiera el maullido confundido de un gato en la lejanía de una oscura calle. La luna seguía oculta, enfadada con el invierno, apenas enseñando contados destellos que traspasaban el vapor de una respiración entrecortada. Abrió la boca para hablar y un poco de su vida se derramó en sangre por su barba blanca. El gorro rojo permanecía casi escondido en la nieve unos metros más allá. Una tos ahogó el aliento irregular y el cuerpo fofo, que había permanecido hasta ahora inerte, se convulsionó violentamente. Unas manos rechonchas, con nudillos casi invisibles, se cruzaron lentamente en una barriga roja y prominente. El pelo blanco que ribeteaba la chaqueta se adivinaba poco a poco oscuro y húmedo, bañado por un líquido negruzco que manaba incesántemente de un gran agujero todavía humeante. Su voz sonó vacilante y moribunda, casi un estertor de resignación, sonó como el adorno de un belén roto en mil pedazos.

-¿Quién eres?

La figura parduzca acabó de abrocharse el abrigo, se subió el cuello, escondiendo su cara del frío, y se caló el sombrero con una parsimonia calculada. Golpeó sordamente un zapato contra otro, sacudiendo la nieve que ocultaba el betún y lentamente comenzó a andar. Una voz sibilina se coló entre un odio contenido, apenas audible.

-Soy la navidad.

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