jueves, 16 de diciembre de 2010

CLIC, CLIC, CLIC

            JUAN PEDRO RODRÍGUEZ MURILLO
Se resistió a morder la manzana pero, una vez que lo hizo, no pudo ya dejar de hacerlo. Escribía cuando se levantaba, seguía escribiendo con un plato de comida en las rodillas, con una cerveza caliente sobre la impresora, con un café frío cerca del monitor. Escribía a medias: a media mañana, a media tarde, a medianoche. Dormía poco. No, no dormía. Velaba, tumbado, retorciéndose entre las sábanas. Ideas, metáforas, diálogos, planteamientos, nudos, desenlaces, conflictos, imágenes. Había que estar encima de ellos, al mínimo descuido se escondían debajo de los folios, dentro de los cajones. Se escapaban por los agujeros de la persiana, por debajo de la puerta. Una lucha sin tregua con un único enemigo. Mientras, los amigos llamaban al móvil. Un móvil que un día se apagó y no volvió a encenderse. Pero insistían, llamaban a casa. El teléfono, el timbre, golpes en la puerta, ruidos que ya no se oían.

Clic, clic, clic, clic, clic,
Clic, clic,
Clic, clic, clic, clic,
Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

Yemas sin piel que hacían música, blancas sobre negras, negras sobre blancas. Rojo diluido en sudor sobre blanco, sobre negro. Necesitaba más dedos, diez no bastaban para seguir el ritmo de su cerebro. Y entró la titánica percusión y reventó la pantalla con el teclado, y el humo salía, salía, y con el olor a quemado, a rancio, a víscera, a excremento, continuó desangrando bolígrafos, sangre roja, sangre azul, sangre negra, incluso verde; sobre papeles, facturas, quinielas, sobre el suelo, por el techo y los tabiques. Hasta que por fin, un día, concluyó la historia.

            La historia de su vida.

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