martes, 1 de marzo de 2011

¿Cuántas malas historias salen de un inicio cojonudo? IV

Una mañana, tras un sueño intranquilo Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto.

Ahí va la cuarta.

El extraño caso del señor Samsa y su amistad con Josef K.
VÍCTOR M. FELIÚ

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.
Y aunque al principio lo pasó mal, les juro que al poco tiempo, aquel al que llamaban señor Samsa, se sintió encantado con su nueva condición. Ni siquiera como insecto era de ese tipo de personas que practican el victimismo y la autoflagelación. De esos que disfrutan sintiéndose cucarachas. Al contrario, nuestro protagonista, sin saber qué o quién le había llevado hasta allí, en seguida pensó en qué hacer con su nueva vida. Ésta no era su primera adversidad y no se iba a dejar vencer por una nimiedad como a la que ahora se enfrentaba.
Así que tras no sin dificultades aterrizar en el suelo de la habitación, revisó sus cimbreantes y múltiples patas para, una vez descartado cualquier tipo de daño, salir en búsqueda de su amigo Josef K., pues imaginaba que con su experiencia, vivencias y procesos sería el único capaz de sacarle de aquel trance. Fuera como fuese, tenía que contarle lo sucedido. Bueno, bastaría con que lo viese con sus propios ojos. Su amigo lo reconocería y sabría cómo actuar. A quién recurrir si no en los malos momentos.
Pero por mucho que el señor K. viviera al otro lado de la calle, lo cierto es que la ciudad no está hecha para insectos. Los cientos de restos de comida que encontraba aminoraban su paso. Cuanto más apestosos, más atraído se sentía por ellos. Qué lucha interna tuvo que hacer para no entrar en el restaurante chino de la esquina, de cuyo almacén emanaban delirantes efluvios que prometían caducos manjares. Lo primero es lo primero, mi amigo sabrá cómo ayudarme, se repetía.
Superada la tentación, y tras despistar a un par de gorriones, el señor Samsa, su dura coraza y múltiples patas llegaron por fin hasta el hogar de Josef K., que ajeno a tan extraordinaria novedad, dormía despreocupado.
Más corto que perezoso, se encaramó al brazo colgante de su compadre, para ir ascendiendo entre un bosque de pelos. Su objetivo, llegar a su pabellón auditivo con la esperanza de poder hablarle de su extraña transformación. Pero el caso es que al llegar al cuello, y cuando ya divisaba la cima en forma de oreja, un corte profundo bajo el mentón, quizás de un afeitado demasiado rápido, despertó un sexto sentido e hizo que sus recién estrenadas antenas se erizasen ante tan magna oportunidad.
Y en esto que, olvidando el motivo real que le había llevado hasta allí, sin dudarlo y guiado por un instinto desconocido, el señor Samsa acercó el final de su caparazón al corte de su amigo. Y como salido de la nada, un inesperado aguijón surgió para introducirse en la herida del señor K., para, uno a uno, ir depositando cientos de huevos minúsculos bajo la piel del inconsciente.  “Cuando nazcan mis retoños, tendrán de qué alimentarse”, pensó orgulloso.
Y es que créanme, la verdad, siempre he sospechado que la amistad está sobrevalorada.

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